EL ASESINO

Pistola humeante.

Pistola humeante.

Había hecho trabajos para él en otras ocasiones, pero esta vez algo le olía mal. Por lo apresurado de la llamada, con apenas unas horas de antelación. Porque esta vez no había un par de guardaespaldas en la puerta, sino cuatro. Porque al Mayor Capo Sin Escrúpulos de Chicago, como él lo llamaba para sí, le temblaba la mano derecha, inquieta sobre la mesa de nogal de aquel inmenso despacho acristalado a prueba de balas.

Era un profesional, así que su rictus no delataba sus sospechas. Sus ojos, sin embargo, habían fotografiado la escena en los pocos metros que separaban la puerta del frontal de la mesa. A la derecha del gran gángster, un paso por detrás y alerta, como siempre, el Sacador. Le había puesto ese mote por su costumbre de sacar la pipa a paseo al menor movimiento inesperado. Siempre ponía apodos. En una profesión como la suya, en la que ser discreto marcaba la diferencia entre seguir trabajando o aparecer despiezado en un contenedor, no había nombres. Era mejor que no los hubiera. Pero los apodos le servían para retratar mentalmente a esos amigos que con un apretón de manos o un soborno podían pasar a ser enemigos. Almacenaba así en su fría cabeza de asesino a sueldo los perfiles de todos los que se cruzaba en su trabajo. Añadía los puntos fuertes de cada uno, sus vulnerabilidades, horarios, rutinas… Todo lo que pudiera servirle en caso de apuro. Y todo dentro de su cráneo, único lugar seguro y confiable para él. Al Sacador, por ejemplo, le perdía que en su afán por desenfundar al menor descuido hacía un movimiento demasiado brusco, poco natural, y eso dejaba libre el flanco izquierdo, el del corazón, durante unas décimas de segundo vitales.

A espaldas del asesino a sueldo se situaron otros dos hombres, el Busca, siempre pendiente de su teléfono móvil, y el Sarta, un auténtico carnicero. Al primero le perdía su facilidad para distraerse, y al segundo, que era un psicópata incapaz de pensar antes de actuar. Acción, reacción. Era predecible. El Cuarto Hombre le tenía inquieto. No lo conocía, de ahí el mote, recién impuesto en cuanto se lo encontró guardando la entrada. Llevaba, según pudo intuir, una semiautomática potente, juraría que una Desert Eagle, por lo que atisbó cuando se le entreabrió la americana. «Excesivo», pensó. Y eso le inquietó aún más.

-Usted dirá -soltó con firmeza, sin saludo previo, cuando se encontró frente a frente con el Mayor Capo Sin Escrúpulos de Chicago. No se sentó. Nadie se lo había indicado y además se sentía más seguro de pie.

-Cien mil -replicó el mafioso deslizando sobre la mesa un sobre cerrado-. Y cien mil más cuando acabes.

Mucho dinero. Demasiado.

-Los quiero muertos mañana -y deslizó un segundo sobre.

Lo abrió sin dejar de escrutar a su alrededor y extrajo dos fotos. En cuanto vio la primera supo que habría problemas. Era la esposa del Mayor Capo Sin Escrúpulos de Chicago. Louise Jamieson, 32 años, tres décadas menor que su marido, escultural y, quizá, demasiado inteligente para pertenecer a ese mundo. La siguiente foto resultó definitiva.

-¿Y esto? -inquirió el asesino a sueldo tratando de no mostrar sus sentimientos.

-¿Alguna objeción? -cortó el capo.

Negó con la cabeza. Mentalmente repasó la situación. Tenía claro, ya para entonces, que no saldría vivo de allí. Lo más que podía hacer era calcular cuántas bajas sería capaz de causar. Teniendo en cuenta, claro, que el Mayor Capo Sin Escrúpulos debía morir. Miró de nuevo la foto, como descuidadamente, para ganar tiempo. En ella aparecía un niño rubiajo, de unos cuatro años de edad, jugando en el columpio de un parque. Era el hijo del mafioso.

Guardó las fotos en el sobre y luego, muy despacio, lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón. No quería alertar al Sacador. Al dejar el sobre acarició la culata de su segundo revólver, menos potente que el Magnum 357 que tenía bajo la americana pero más disimulada. No le habían registrado. Ya sabía que no lo harían. En sus múltiples servicios había quedado claro que solo se movía por dinero, y nadie le proporcionaba más dinero que el Mayor Capo Sin Escrúpulos de Chicago. Eso le convertía en alguien de fiar. Más o menos.

Tiró de pistola mucho antes que el Sacador, y su primer objetivo fue el mafioso. Un disparo en el corazón, ¡boom!, y otro entre los ojos, ¡boom!, la pistola vuela de la mano derecha a la izquierda. El Sacador aún no ha tenido tiempo de apuntarle, sorprendido por el movimiento, y aprovecha ese momento para agarrar la Magnum con la diestra mientras dispara con la izquierda. ¡Boom!, otro boquete se abre en el pecho del Sacador, a la altura del corazón, y la Magnum escupe otro ¡boooom! aún más potente hacia el Busca, que cae derrumbado sin siquiera sacar el arma. ¡Boom!, ¡boom!, ¡boom!, ¡boom! Los disparos retumban en la habitación, pero en la mente del asesino a sueldo resuenan lejos. Cae al suelo con una media sonrisa en el rostro. Sabe que ha ganado. En el instante en que la última bala esperaba en el cargador del Cuarto Hombre lista para rematarle aún tuvo tiempo de recordar la cara de Louise Jamieson aquella noche en la que, tras meses de escarceos, le citó junto al puente de Jackson Boulevard. La misma noche en que le confesó que estaba embarazada.

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