UN CAFÉ SOLO
Le oía hablar, pero a lo lejos, como si no fuera con él. Aunque esta vez sí iba. No se dio cuenta hasta que algo le sacó de su rutina, coge vaso, seca vaso, deja vaso, como haría más de mil veces aquel día, y los mil días anteriores. Quizá fue un gesto captado de reojo, o el tintineo de los hielos contra el cristal. O la cucharilla que cayó al fregadero. El caso es que en ese mismo momento se dio cuenta de que el tipo hablaba con él. O mejor dicho para él. No había conversación, sino monólogo, pero al hombre parecía darle igual.
Detuvo su cogevaso, secavaso, dejavaso y escuchó.
– Treinta años en la empresa. ¡Treinta!
«Uno más», pensó el camarero, que a estas alturas de la vida era ya excocinero, exadministrativo, exrepartidor y, por supuesto, exmarido.
– ¿Para qué me ha servido? -se interrogaba en un rugido el pobre hombre-, ¿para divorciarme? ¿Para que mi hija casi ni me conozca porque no la he visto crecer?
Este insospechado punto en común hizo que el camarero se acercara un poco. Disimuladamente, como si fuera urgente llevar esos trapos del fregadero unos metros más allá, donde, por cierto, no había dónde colocarlos. Descuidadamente, los dejó caer al suelo junto a la caja de las cervezas y empezó a repartir azucarillos por los platos.
De repente se veía a sí mismo escuchando las penas de aquel hombre al que no conocía de nada, y asintiendo con la cabeza, como si inconscientemente le animara a continuar. En los cinco años que llevaba tras la barra nunca le había pasado algo así. En la era de los teléfonos inteligentes, las redes sociales y los aparatos hiperconectados, nadie hablaba ya con el camarero. Eso era cosa del pasado, casi una leyenda urbana. Sí, a veces los clientes hablaban, pero era con el auricular inalámbrico colgado de la oreja. O llegaban frustrados, pero descargaban su cabreo aporreando el teclado y torciendo el gesto si él deslizaba siquiera un «¿desea algo más?».
– ¡¡Treinta años…!! -clamó el tipo, traje marrón, corbata beige lisa, sin gemelos, zapatos con recorrido pero lustrados.
Ahora el camarero estaba a tres palmos del cliente. Dudaba de qué hacer. Nadie en el bar. El tipo había entrado cuando acababa de abrir, no le dio tiempo ni a colocar los taburetes.
Entonces le miró. Tenía los ojos más apagados que jamás había visto, aunque no lloraba. Le temblaba el labio superior, no podía saber si de ira o de tristeza.
– Treinta años…… -casi susurró esta vez.
Dejando los azucarillos a un lado, el camarero se inclinó levemente hacia él y le puso la mano sobre el hombro. Apretó un poco, como si quisiera enviarle fuerza a través de ese masaje desgarbado. El desgraciado, entonces, se acercó a él despacio. Le miró a los ojos un instante, antes de apoyar la cabeza en su pecho. Y lloró.