CONTIGO EN LA DISTANCIA

45 Feria del Libro de Valladolid.

La primera vez en mi vida que sentí la verdadera rabia, el día amaneció con un sol espléndido. Primavera, pero ya a finales; olvidados los chubascos traicioneros de abril y los corajudos e insoportables vientos de mayo.

Todo empezó con un estornudo. Bueno: varios, en realidad. Tras semanas de “atchises”, lagrimeos y picores de nariz, Gabriela me empujo hasta el médico. Casi me arrastró. Me llevó de la mano, como a un niño miedoso, hasta la puerta de la consulta.

–Tendrá que hacerse las pruebas de la alergia –solventó un interino, tan joven como despreocupado, mientras me extendía una receta de antihistamínicos–.

“Más médicos”, pensé.

Y me quedé corto.

Gabriela comenzó a reírse de mí en cuanto salimos del centro de salud.

-Deberías verte la cara– dijo. Y se fue, con la carcajada puesta y sus caderas golosonas, bim-bam-bim-bam, a la farmacia más próxima, mientras yo me encargaba de sacar el coche del aparcamiento.

Durante unos días las pastillas hicieron su efecto. Una al despertarme y listo. Incluso tanteé a Gabriela con la posibilidad de dejar lo de las pruebas para más adelante. Sine die más bien.

–Me han dicho que las pruebas son más molestas que la propia alergia –justifiqué–. Pero no valió de nada. Gabriela, tan comprensiva para unas cosas como inflexible para otras, me agarró nuevamente de la mano y me llevó al alergólogo.

Me llenaron de polen, de pelos de gato, de caballo y de no sé cuántos animales más. Me frotaron con cacahuetes, incluso. Experimentaron nuevas técnicas de detección de alergias de no sé qué universidad alemana y, por último, me enviaron a la consulta del especialista más reputado del país. Nada.

Uno de aquellos martes –las pruebas siempre son los martes; llegué a odiarlos casi más que a los lunes–, salió un sol de primavera espléndido, como ya dije antes. Gabriela estaba preciosa, más que nunca, y la luz tamizada por las cortinas la llenaba de vida. ¡Cuántas veces la he recordado así desde aquel día…!

Fue a mitad de consulta, cuando ella recibió una llamada en el móvil y salió para atenderla. No me había tomado la medicación, como es lógico, y estornudaba sin parar. En el aire neutro y casi esterilizado del despachito del alergista se mezclaban la conversación de Gabriela al otro lado de la puerta, el tecleo del doctor en su ordenador y mis estornudos. Un coro extrañamente acompasado.

Pero el doctor paró. Bruscamente. Y me miró con ojos fijos y muy abiertos.

–No estornuda –dijo.

Cierto. Un alivio momentáneo.

–¿Podría hacer entrar a su esposa?
Sí, no… eh… No es mi esposa, vaya –balbuceé nervioso como de costumbre ante una bata blanca–. Salimos desde hace tres meses. En realidad, desde que nos conocimos, ¿sabe? Ella es del Sur y, como no tiene a nadie aquí, enseguida se vino a vivir conmigo y…

Me interrumpió su cara de “no me cuente su vida” e hice pasar a Gabriela.

–¿Desde cuándo está así? –preguntó él.
–Desde antes de primavera… Bueno, en realidad yo ya le conocí así, creo –respondió ella; a mí me lo impedían los estornudos, que parecían haber vuelto dispuestos a quedarse.
–Salga, por favor –le espetó el médico de forma abrupta. Gabriela se molestó; y yo también.

Cinco minutos después, cinco minutos de tecleo y movimientos de cabeza del médico, sin conversación alguna, me dijo que le hiciera pasar de nuevo. Gabriela accedió de mala gana.

–¡Ajá! –dijo, quitándose las gafas, el eminente e impertinente doctor–. Tendremos que hacerle más pruebas, pero, por lo que parece, tiene usted una enfermedad denominada ‘alergoparis’; o lo que es lo mismo, alergia a la pareja.

Lo dijo completamente serio, pero a mí me dio la risa nerviosa. “Se está quedando conmigo”, acerté a decir.

–Lamentablemente, no –respondió cortante–. Hay personas… Por explicárselo fácilmente, las personas producimos unas sustancias químicas que son las que provocan la atracción sexual por y hacia nuestros semejantes. Pero, recientemente, se ha descubierto que también se generan unas hormonas, las “rechacieries”, que se llaman así porque las encontró un médico francés, que provocan aversión, y que se activan cuando nuestro cuerpo detercta que otra persona puede resultarnos dañina o es incompatible con nosotros. Este es su caso, pero por alguna extraña razón, sus cuerpos, en lugar de fabricar “rechacieries”, les unen cada vez más, liberando ingentes cantidades de feromonas.
–¿Y qué solución hay, doctor? –le interrogué, esta vez con la firmeza que da la preocupación.
–Bueno, no es fácil… –ahora era él quien titubeaba–, no tiene cura; hay muy pocos casos en el mundo…
–¡¿Qué solución hay?! –grité mientras Gabriela se tapaba la cara con las manos.
–Lo siento. Me temo que no pueden ustedes estar juntos.

Sentí cómo me subía la rabia, me llenaba los ojos y me secaba la boca. Tiré de Gabriela hacia afuera y, prácticamente, desquicié la puerta de la consulta de un portazo descomunal. Conduje hasta casa encendido de ira, estornudando y maldiciendo. Dejé a Gabriela sollozando en el portal y me fui, kilómetros adelante, para buscar un modo de ahogar esa rabia. Cuanto más me alejaba, menos estornudaba, y eso, en lugar de calmarme, me irritaba aún más.

Amanecí aparcado en un barrio de las afueras. Abrí los ojos, rojos de lágrimas pero sin picores, y volví a casa. Gabriela estaba en el sofá y, por una vez, nuestras miradas compartían esas bolsas que denotaban pesadumbre.

–Seguiremos juntos –le prometí–. No me importa pasarme la vida tomando pastillas y, de momento, funcionan. Saldremos de ésta, ya lo verás.

Así lo hicimos, pero lo que nadie nos dijo fue que la enfermedad podía ir a más. Al cabo del primer año, comencé a tomar dos pastillas diarias. Después fueron tres. Y cuando íbamos a cumplir nuestro tercer aniversario, ya necesitaba cuatro, y su efecto se reducía a una somnolencia tremenda, que me tenía siempre agotado y de mal humor, y a una ligera reducción de estornudos y lagrimeos que iban a más a pesar de la medicación.

El doctor, que para entonces ya exponía nuestro caso en congresos médicos por toda Europa, nos recomendó unas “dosis de ausencias”. Es decir, separarnos unas horas al día para poder llevar un tratamiento más normal.

Me fui a vivir al piso de abajo. Nos veíamos unas cuantas horas al día y el resto del tiempo maltratábamos nuestros teléfonos. El doctor bromeaba diciendo que nunca había visto unas feromonas tan tozudas.

Dos años más tarde parecíamos más amantes que una pareja formal. Teníamos escarceos, encuentros clandestinos como si quisiéramos engañar a la enfermedad, esquivarla. Pero era imposible. Lo que eran unos cuantos apasionamientos semanales, pasaron a ser uno al mes, y luego uno cada dos meses. Al final se convirtió en un ritual de esterilización previo a un encuentro amoroso fugaz.

Y entonces viví la rabia por segunda vez.

Harto de todo, salí de mi piso y me planté en su puerta. No hizo falta llamar al timbre. Mis estornudos me delataron.

En cuanto Gabriela entreabrió la puerta, la empujé hacia adentro. Le arranqué la ropa, me desnudé a tirones y lo hicimos. Hicimos el amor liberando nuestras salvajes feromonas, liberándonos de años de frustraciones. Con una intensidad tal que no recuerdo si, en plena vorágine, era yo el que estornudaba o era mi imaginación.

Al terminar, tendidos en la alfombra, sufrí un shock anafiláctico.

Quedé en coma.

Ahora estoy en el hospital, en una habitación esterilizada, conectado a un respirador. Me alimentan por vía intravenosa. No puedo hablar. Me limpian dos veces al día. Pero de vez en cuando, no sé cada cuánto tiempo, ella viene a verme. No puede entrar, no puede decirme cosas al oído como pasa en las películas, pero está ahí. Lo sé. De repente me pican los ojos y una lágrima brota y resbala hasta la almohada. Y la recuerdo, entonces, tan bella, con su figura recortada por la luz de un sol de primavera tamizado por las cortinas. La luz de aquel martes en que sentí la rabia por primera vez.

Nota del autor. Este relato resultó premiado en el concurso de Literatura Exprés de la Feria del Libro de Valladolid 2012. El formato, encerrarse en una sala durante cinco horas, con cinco folios y un bolígrafo, y la única ayuda de unos diccionarios, para construir un relato a partir de un lema elegido por sorteo, que resultó ser «Contigo en la distancia». Los relatos finalistas se pueden consultar aquí. La votación final se realizó públicamente entre los asistentes a la clausura de la Feria en la Cúpula del Milenio, en Valladolid, tras ser leídos los relatos. El encargado de leer este relato fue el actor Jesús Cirbián, a quien quiero agradecer su gran labor.

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